

La primera vez que salí a la calle en Ho Chi Minh, mi primera ciudad en Asia, fue toda una experiencia.
Era una combinación de sonidos, olores, contaminación, calor, humedad que nunca había experimentado.
Al mirar a mi alrededor, todos parecían estar bailando una danza frenética, en la que todos sabían los pasos, menos yo.
Lentamente comencé a avanzar, esquivando personas y motos que, buscando avanzar en el tráfico trastornado, se subían a las veredas para ganar un par de metros, pensando: ¿qué hago aquí?
Esto duró un rato. Decidida a aprender los pasos, caminé y traté de disfrutar el paseo. Para eso estaba ahí, para sacudirme de todo lo que me era familiar y aprender nuevas formas de estar en el mundo.
A la semana ya me sentía más cómoda cruzando calles, comprando comida y experimentado Ho Chi Minh City, la ciudad donde tantas cosas pasaron.


Tantos franceses y luego norteamericanos habían pasado por esas calles hace 100 años atrás, cuando todavía la ciudad se conocía como Saigon.
Seguro estaban tanto o más confundidos que yo al principio. Muchos enloquecieron, otros murieron en una sórdida guerra inexplicable.
Pero muchos otros quedaron porque es un delirio que enamora. Te atrae como un imán de colores y luces que es difícil de resistir.
Una vez que aprendes los pasos, todo se vuelve más fácil y comienzas a disfrutar de ese estallido de vida que es Vietnam.




